sábado, 7 de septiembre de 2013

POR FAVOR, DI QUE SÍ.

Mi padre fue, en muchos sentidos, un hijo de puta. Pero sería injusto no reconocer que todavía me sorprendo de encontrar verdad en sus palabras. Y qué verdad. Ni él, que Dios lo lleve a su gloria, sabe a qué grado y para cuantos efectos tiene y tuvo la razón.

Recuerdo que azorado y pequeño, yo decía entre jadeos: “Pero si están acabando con el Amazonas; cómo me voy a sentar a estudiar geometría cuando por allá talan medio monte.”
“Haz lo que se te dé la gana, después de terminar las tareas”,  repetía mi papá, muy enfático y algo acalorado.

En ciencias políticas son fundamentales dos nociones, también transversales en el universo de la filosofía: la libertad y la tiranía; el poder de decidir y el poder de imponer. Para fines teóricos, se trata de una lógica aristotélica—qué susto, esto se puso profundo—aplicada a la política. El sí versus el no: algo es o no es; nada puede ser y no ser al mismo tiempo.

Desde que al burgués le supo a cacho que el Estado pudiera elegir de forma caprichosa qué era y qué no era, un desfile de tipos ociosos y afeminados, como Voltaire, comenzó casi en paralelo a idear el Liberalismo ilustrado: una exaltación de la facultad del hombre de poder hacerse cargo de su actuar, limitando la posibilidad del Estado de restringirlo en sus asuntos.

Fue entonces una defensa, desde la perspectiva del ciudadano, de poder decir sí a lo que a bien tuviera; dentro de su conciencia y limitado por los sí de otros. Hoy, los Estados que más dicen “no” son considerados autoritarios. Cuanto más se empeñe el Estado en decir no—esto es, mientras más criminalice—a conductas desde un criterio de moralidad y no de libertad general, su talante será más opresivo.

Y en ese sentido, la generación que hoy es juventud vuelve sobre el concepto problemático de “Revolución”. Se indignó, avergonzada y furiosa, al notar que de hecho había votado por un mundo autoritario de otra clase, y la especulación financiera, los bancos endiablados y las corporaciones gigantescas le habían convertido sus sí en unos sí muy precarios.

“¡Revolución! No a los bancos, a las gaseosas, a los pocos sobre los muchos”, en suma: no, no y no. Con sus nuevos juguetes—las redes sociales, la Internet—, advirtió otra vez la juventud que podía masificarse y guillotinar a sus Luises. Y entonces, cuando todo sonaba tan bien, las últimas noticias lo estropearon; los cambios estructurales precisados no se dieron y, con la misma faraónica majestad, en Egipto, el obeso gobierno neoliberal se acomodó en el trono, bajo otro nombre.

Con el idilio a unos tuits de distancia, ¿qué pasó, mi gente tan genial, tan joven, tan brillante? Que para hacer de este el mejor mundo, o algo más parecido al mundo de pensamiento crítico, condones gratuitos, sonrisas sinceras, fiestas al tiempo frenéticas y respetuosas, libre para nuestros artistas y creadores interiores, la negación no basta: es un paso demasiado fácil.

Decir sí a un mundo es más arduo, porque decir sí es negar muchas veces. Escoger implica negar una casi infinita lista de mundos potenciales, requiere una seguridad sobre lo que necesitamos basada en una aún más grande certeza sobre lo que no sirve. Hizo falta mucha educación, planificación técnica, autoconocimiento y deliberación entre los egipcios para que su primavera no decayera en invierno.

Y toda esta generación podría acabar igual, placiéndose en su poder de sustraer, inepta para proponer y mantener. Y aunque, por ejemplo, Brasil palpita de vigor y al tiempo propone, abriéndose camino, infaltable, la esperanza, queda por ver si logra aplicar lo prometido; también será probada en su voluntad y su conocimiento de la historia y de la planificación constructiva.

Ahora entiendo: “Pero papá, ¡hay que hacer una revolución a lo grande, están extinguiendo al tigre de bengala!”, decía yo, con la convicción necesaria para tomar, ahí mismo, una lancha destinada a sabotear buques balleneros.

Decía el viejo, de ira fácil y modesta cultura general: “Sí, haga lo que quiera, ¡pero primero tiene que estudiar!”.