La
invitación estuvo aceptada desde antes de ver el sobre en la entrada, junto a
la puerta. Una semana más tarde, ya en la finca, Antonio y Laura se preparaban
para ayudar en los arreglos previos a la boda. Jorge les pidió amablemente que
no se ensuciaran con los jardines. Todo estaba cubierto y pronto habría cinco
chicos campesinos ocupados en eso.
Sólo había
que decorar, asunto que entretendría a Laura y a Juliana, las esposas de
Antonio y de Jorge, hasta el día fijado. Lo visible desde el balcón donde los
dos hombres charlaban tenía, hasta el horizonte, un verde manchado aquí y allá por barro rojo. Se llevaron bien entre sí. Antonio no pudo ver
en Jorge la soberbia crispada de los ganaderos novatos. Reían viendo a los
perros de la finca correr tras un enorme gallo, abajo, cerca al establo.
Unas seis y
cuarenta en el llano se contemplan entre historias personales del modo en que
se hace con las fogatas. El amarillo da paso a un rojo que la brisa rápida y
tenaz atiza. Hasta que es tiempo de la noche, que como el carbón arderá al otro día, en la
mañana. Esa noche, pues, alcanzó para que los perros, dos labradores,
olfatearan a los invitados y les tendieran el lomo para sellar el ritual de
reconocimiento. Y para poco más: comer e ir a dormir temprano; querían madrugar
al día siguiente.
A eso de las
diez de la mañana se oyó llegar un grupo de caballos: eran unos muchachos campesinos que
iban a ordenar las flores y hacer algo con el pasto, duro y pardo, que se extendía frente al
comedor abierto, a un costado de la casa. Antonio pudo comprobar a
plena luz que en los doce cuartos sobraría espacio para los demás, como le dijo
sin darse aires Jorge. Los novios se instalarían arriba, por supuesto.
Juliana y
Laura comían fruta, atendidas por la mujer y la hija mayor del mayordomo,
viendo a sus maridos desaparecer encogidos por la distancia, sobre sus
caballos. Incluso en la marcha apresurada a que las obligaba el largo trabajo
por hacer, las dos mujeres se habían entendido en una noción muy pareja de la
estética de interiores, compartiendo a ratos una risa honesta y cada vez menos
precavida. A las tres y media más calientes en años para Laura, Juliana
escuchaba divertida sobre las ampollas que había que aliviarle con ungüento a
Antonio siempre que se las daba de jinete.
A medianoche,
yo, fatigado por la proeza que es a veces amistar a dos mujeres como esas, y
excedido por la nada despreciable multitud que hoy insinuó mi pluma, estoy
demasiado adormilado para decidir sobre lo que quiero: pasar la hoz de esta
pluma por el cuello de esta gente simpática, sin ponerme drástico y alzar con
ellos al cielo, como es epidemia en las narraciones en que, después de mucho
escribir, el autor advierte que sobra un personaje.
Sí me parece
claro y elementalmente justo permitirles a los campesinos huir, inyectándoles
presentimientos, antes de la gran masacre. Les concedería aun morir de viejos.
Y lúcidos, para más suerte. Los demás, lector, ahí le quedan; imagine la muerte
posible que sea de su agrado. Apuesto que optará por una revancha justificada,
porque apuesto que usted es colombiano. Y, por ende, ve chiquitos a esa parranda de
hijueputas que… usted elige. Pero eso sí le digo: esta hacienda sí necesito que
me la desocupen; me llegó una información de que por acá pasaron los
narcoterroristas, y esta gente les estuvo ayudando.