lunes, 29 de julio de 2013

Capitulo no leído de Rayue...

Hay libros especiales y, entre ellos, unos incuestionablemente singulares. De estos últimos, unos lo son porque se aferran de forma inusitada a las margenes de la memoria, para volver sin invitación, tras su lectura, con una insistencia que nos tienta a ir al psiquiatra, o a cambiar el que tenemos; otros, de cuya clase sólo se me ocurre uno (pero no es cosa de engañarse, habrá miles quizá, innumeros), que propone al lector, como a su turno lo hizo con el autor, un cítrico reto a la paciencia, el cual sólo podrá ser salvado por una curiosidad implacable.


Una lista cabal de sus características generales sería excesiva; en cambio, en aras de brevedad, podrá señalarse que el libro en cuestión se deja leer de dos formas: una convencional, con término en un insatisfactorio capitulo intermedio, y una endiablada y censurable, que irá saltando como al gusto de una cocinera primeriza que prepara angustiosamente el plato exótico ordenado por un comensal forastero.



De forma análoga al vaivén disgustado del bigote de aquel comensal, las instrucciones que puntúan cada capitulo llevan al lector hasta más allá de la mitad del libro y, como ese picor sobre los labios, van brincando sin un orden previsible hasta acabar, con gran alivio, todo el texto (una novela, se autodeclara... novela...).



Al momento de su publicación, ya un crítico danés había sugerido que todo tendía a indicar que aún siguiendo el tablero de direcciones impuesto con soberbia por el autor, había uno o dos capítulos olvidados, a los que no tocaba el tan preciado tablero y que tampoco llevaban a ninguna parte. Pero la historia no trató jamás con gentileza a la crítica danesa (rima y es certeza), y ese hombre corrió la misma aciaga suerte de Otto Sørensen, Johan Nicolai Jespersen, Mario Distimovich, o el peor librado, Søren Ross.



Pasaron unos cincuenta años desde la funesta publicación del librejo de marras y sólo hasta ahora, cuando, al parecer, un Norteamericano de apellido Summers lo leyó con franca disciplina (o sea, como nadie más), se ha comenzado a discutir seriamente la posibilidad de que, en las prisas por acabar y cobrar un anticipo (que igual era un sueldo de hambre), el escritor hubiese, realmente, mandado a publicar dicho manuscrito sin la muy necesaria y previa cautela de verificar una correcta sucesión y enumeración de los componentes del mismo.



Sorprendentemente, determinarlo ha sido una labor ardua y de poca convocatoria pues, incluso tras una oleada de homenajes a dicha obra, muy pocos la habían leído y, entre ellos, sólo unos cuantos decían poder evocar confiadamente su contenido (ninguno de esos últimos superó la prueba de escupir y no reír). De modo que...



¿Vos te lo crees, che?-dijo Oliveira, cortando abruptamente la lectura-Lo de los críticos daneses, me refiero. Yo lo vi al Ross muy a su aire aquella tarde roja... Y si ese no era Ross quién carajos era, decíme un poco...



Yo creo que macanean-ofreció Traveler- el Otto sonreía de lo lindo, según su obituario...





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